Publicidad Argentina

EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI

La ética de los anuncios (1)

Un lector de adlatina.com, Diego Tartarelli (prefiero llamarlo lector, porque la comunicación interactiva está ayudando a rescatar el hábito perdido de la lectura entre los jóvenes, aunque los de la Galaxia Gutenberg sigamos siendo fieles a los libros y los medios impresos), me pidió que tratara, en alguna de mis columnas, el espinoso tema de la ética de la publicidad. Menudo desafío para un anali

La ética de los anuncios (1)
Por Alberto Borrini
Lo primero que habría que aclarar es que la ética de la publicidad, o mejor dicho de la comunicación, para ponernos a tono con la época, no empieza por la comunicación. Es un asunto que involucra a toda la compañía y a todas las áreas del management. La ética es una palabra muy zarandeada en el lenguaje de las empresas. Siempre se habló de ella, pero durante mucho tiempo las palabras taparon a las acciones. En rigor, la mayoría de los que la mencionaban como una de sus normas de conducta en el fondo creían firmemente que los negocios y la ética andaban por caminos divergentes, que la obediencia a ciertos principios morales constituía un fuerte lastre en mercados cada vez más competitivos. No es que, de golpe, esta posición haya cambiado radicalmente. Pero está perdiendo la adhesión de sus más fervientes cultores, no tanto por una cuestión de principios, sino por la misma dinámica de los negocios. Hoy los códigos éticos no sólo abundan en las empresas y en sus instituciones, sino que en cada vez mayor proporción son más respetados. Incluso asomó con fuerza de máxima una frase que es toda una vuelta de campana sobre el tema: “la ética es también un buen negocio”, que detrás de su apariencia un tanto cínica, esconde una practicidad que está cambiando las cosas, porque como bien dijo David Bernstein, al final todo lo que hace una empresa es con el propósito de obtener o conservar sus clientes. Esta es la clave, porque el nuevo rumbo tomado por la ética en las empresas responde a una demanda de los consumidores y de la opinión pública en general. El mundo de los negocios es hoy mucho más complejo que el de hace veinte, treinta años atrás; la meta de hacer el mejor producto y venderlo al mejor precio posible, que resumía buena parte de las exigencias de la sociedad, ahora se descuenta. Los consumidores piden más, los consumidores piden más, la sociedad pide más. La mejor evidencia de que la sociedad ya no se conforma únicamente con el desempeño comercial es la aparición de la figura del stakeholder. Este término, deliberadamente opuesto al de stockholder (accionista), considerado en su momento como la clave de todas los deseos de superaciòn de los empresarios, es un neologismo de difícil traducción literal, pero que se aplica a todos aquellos que, sin necesidad de ser clientes actuales o potenciales de una compañía, entran en su radio de influencia debido a la extensión de las comunicaciones o de las infracciones extracomerciales que comete. Los stakeholders adoptan una posición crítica, a veces directamente combativa contra las acciones concretas de las compañías pero también contra la comunicación que utilizan, que puede atentar seriamente contra la reputación de la firma en cuestión. La ética no comienza por la publicidad, o por la comunicación, entonces, sino por la firma que la emite. No se puede observar una conducta en los anuncios, al menos durante cierto tiempo y de manera creíble, que no nazca de una responsabilidad social definida y compartida por todas las áreas de gestión. Pero ampliar este concepto llevaría más carillas de las que podemos permitirnos en una página dedicada a la publicidad y la comunicación, y por este motivo vamos a centrar en ellas nuestra limitada reflexión. Los nuevos escenarios, para comenzar de algún modo, imponen ahora un doble desafío, porque si antes había que cuidar básicamente las acciones, ahora también hay que vigilar la forma en que se comunican. No bastan los hechos; cuentan también, y mucho, los dichos. La falta de transparencia, la deshonestidad en iniciativas como las publicitarias, promocionales, de marketing directo o de relaciones públicas, pueden empañar, o al menos confundir, la reputación de una empresa, o de una institución, en el terreno de las decisiones industriales, comerciales o relacionales. El problema es que la comunicación es mucho más ambigua que las formas más tradicionales de acción empresarial. Por ejemplo, ¿es ética una publicidad que se confunde con los programas y que sorprende a los espectadores con la guardia baja? ¿Es ético mostrar en una campaña a los condenados a muerte como hizo recientemente Benetton? ¿Es ético emplear escenas del evangelio para vender un automóvil? ¿Es ético que un anunciantes apoye y financie programas televisivos que atentan contra la educación y las buenas costumbres de la sociedad? Es razonable preguntárselo, porque las respuestas no son unánimes, y no sólo debido a cuestiones generacionales, las más comprensibles. Hace cuarenta años, David Ogilvy redondeó una fórmula que, todavía hoy, muchos siguen considerando vigente: “No haga un aviso que no pueda ver su familia”. Ogilvy no era ningún inocente, y estaba convencido de que una buena conducta publicitaria era la que más convenía al anunciante y a la agencia. Porque, ¿de qué vale asegurarse el impacto de un anuncio si, tomado en un contexto más amplio, atenta contra la imagen del producto y sobre todo de la empresa que lo fabrica, que siempre debe aspirar a ganar la guerra, no una batalla aislada? Pero desde que Ogilvy acuñó la frase, mucha agua corrió bajo los puentes de la sociedad, de la publicidad y de los medios masivos de difusión. La familia perdió buena parte de su carácter nuclear, y no es la misma de entonces, aunque sus reglas básicas debieran ser defendidas más que nunca. Hoy nadie prendería el televisor para ver “La familia Falcon”, incluso “La familia Ingalls”, que era la tradicional pero en colores, porque ya no reflejan la misma realidad que en la década del ’60 y ’70, respectivamente. Personalmente, no me siento muy cómodo con la realidad a la que se alude para justificar los cambios en los programas y en los anuncios; no obstante, a veces me consuelo recordando la frase de Woody Allen: “Me disgusta la realidad, pero todavía es el único lugar en el que se puede encontrar un buen bife”. Sobre todo, por lo del bife, si la realidad es argentina. Esto último nos lleva a considerar también los cambios operados en los medios masivos y en sus contenidos, porque a mi modo de ver son los programas, y no los anuncios, los que ejercen una mayor influencia sobre el comportamiento colectivo. Y a menudo los programas parecen no tener otra ética que la impuesta por los ratings. Constantemente están presionando por nuevos límites, estirando todo lo que pueden la cuerda, hasta que ésta se rompe y se convierten en blanco de la desaprobación de la sociedad y de las críticas más afiladas de los críticos más conscientes del enorme poder del medio. En este contexto, ¿es justo criticar a la publicidad por incurrir, a veces, en la grosería cuando los programas en que se inserta son una cloaca? ¿Se puede exigir a los creativos que cuiden el contenido sexual o de violencia de los anuncios, en momentos en que el público está expuesto, a cualquier hora del día, a subidas escenas de esos géneros en los programas? ¿Es pertinente preocuparse por el menú infantil de la televisión, condimentado para cautivar a un sector de la platea que menos resistencia puede oponer a sus excesos? La respuesta es afirmativa, que me perdonen los creativos más audaces, a algunos de los cuales admiro, por varias razones. La principal es que la publicidad no es esencialmente un entretenimiento, sino una actividad que persigue un fin específico: difundir, con el propósito último de vender, un producto o un servicio. En el caso de un programa, las críticas y hasta las denuncias pueden colaborar eficazmente en su éxito, como ocurre en estos momentos con “Big brother”, pero un producto y una empresa se rigen por otros valores. Un producto demanda una decisión, al menos de índole doméstica, y un desembolso. En un mercado que ofrece muchas opciones, los artículos tienen que asegurarse la adhesión de todos y no quedar expuestos al rechazo de nadie. Hay, además, un atributo de la publicidad que se vuelve en contra de ella cada vez que un anuncio se presta a críticas y protestas: la repetición. Las escenas escabrosas de un teleteatro o de una serie no se repiten; el receptor las mira una vez, y luego ni siquiera puede recordarlas con precisión. Las de un comercial, en cambio, pueden ser vistas dos o tres veces por día a lo largo de varias semanas, lo que acentúa y acrecienta la ofensa, si la hay. Esta circunstancia coloca a la publicidad en una categoría aparte de la información y el entretenimiento masivos. Lo dicho hasta aquí lleva a una primera conclusión: los mayores responsables de la publicidad, tanto en el aspecto comercial como en el ético, no son los publicitarios sino los anunciantes, quienes la pagan, la firman y deben velar por la imagen de los productos y de las empresas que los respaldan.
Alberto Borrini

por Alberto Borrini

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