Envolver a los productos, y sobre todo a las marcas, en una historia interesante y sobre todo conceptualmente vinculada con la propuesta comercial, ayudó a la publicidad a consolidarse en la década de 1960.
Los primeros en usar el recurso en el país, sino me falla la memoria, fueron los vinos de mesa. Y una historia en particular, la de Crespi Seco, quedó en la memoria colectiva, asociada a una amable novedad que muy pronto se extendió a otras marcas.
Pero la reinvención del marketing, la publicidad y los medios de difusión es constante y cada vez más rápida, fogoneada últimamente por adelantos tecnológicos inimaginables hace tan sólo diez años. La imparable revisión de medios y recursos, que tiene como referente a la cambiante conducta del consumidor, ahora pone en duda la efectividad de las historias, según las tendencias que destapan los publicitarios y anunciantes más calificados en intervenciones individuales, y en seminarios que buscan adelantar el reloj.
Vale la pena, como siempre, detenerse a reflexionar acerca de las nuevas maneras de movilizar al verdadero protagonista de la publicidad, porque nada sucede por casualidad, sino que hasta en una actividad que impresiona por su superficialidad todo salto respondería a profundos y a veces invisibles movimientos telúricos.
Me parece, en principio, que las cuestiones acerca de la efectividad de las historias podrían obedecer a un abuso del recurso y más aún, en algunos casos, a la flagrante desconexión conceptual con las marcas o los productos que las emplean.
Soy uno de los muchos que se refugian en al cable en busca de una programación de mayor variedad y calidad; no obstante la reiteración de una misma historia en una larga tanda, termina por aburrir y fastidiar. Uno de los mayores problemas de las historias publicitarias es que toleran menos la reiteración que otros recursos convencionales como la demostración o la animación.
La publicidad es, en sí misma, una larga historia de cambios, lentos al principio y acelerados en los últimos quince o veinte años. Primero los anuncios se consagraron a informar acerca de las novedades de los mercados, asumiendo la figura de “mensajero del progreso”; de esta etapa su más pura expresión fueron los clasificados, que comenzaron a lo grande, en la portada del periódico más famoso de su tiempo, el Times de Londres. La mejor prueba de su eficacia es su supervivencia, porque todavía ocupan varias páginas de los periódicos en la actualidad.
Pero la publicidad nunca fue solamente información, ni siquiera al principio. Sobre todo desde que las palabras fueron dejando el protagonismo a las imágenes. Una sonrisa, un guiño, una caricia, un destello luminoso o un toque de color, con la ayuda de la fotografía o la ilustración, preanunciaban el arte de la persuasión que constituye uno de sus principales atributos.
No sé si los entretelones de “Escarpines”, una historia que entusiasmó tanto a los especialistas como a los espectadores, son suficientemente conocidos por los profesionales más jóvenes. Los vinos de mesa, género al que pertenecía Crespi, estaban encerrados en un dilema: cómo vender un vino más barato sin llegar a depreciar al producto y a la audiencia. Se había llegado al extremo de que algunas marcas se enfocaran en las clases más bajas y oscuras del mercado. Para elevar el nivel de la apelación el target pasó a ser la familia. “Escarpines” contaba la historia de un núcleo prototípico que esperaba el nacimiento de un hijo, y al que pasaban “cosas lindas”. Cosas “de todos los días”, cotidianas, como el producto cuyo precio accesible ayudaba a celebrarlas. La familia de Crespi fue a la publicidad lo que había sido a la televisión la familia Falcon. Tanto que se dio el lujo de convertir en famoso a un actor casi desconocido, Hugo Arana, el padre en la ficción, cuya exitosa carrera en teatro, cine y televisión todos conocen.