“Era un optimista, hablaba el lenguaje de la oportunidad”, dijo de Ronald Reagan uno de sus colaboradores más cercanos.
Este sexto sentido, el de la oportunidad, lo acompañó hasta al final. El fallecimiento de Reagan estalló en los medios el 6 de junio, en plena celebración mundial del “Día D”, que marcó el inicio de la liberación de Europa y la mayor contribución de los Estados Unidos al mundo libre. Un momento histórico que él mismo hubiera elegido de haber podido hacerlo.
Reagan, reconocido unánimemente como el Gran Comunicador, por su capacidad de poner en términos sencillos y emotivos asuntos de gobierno muy complejos, el hombre que sacó a su país de la depresión causada por la Guerra de Vietnam y el enorme desencanto en que dejó sumido al país su predecesor, James Carter, encendió la retórica periodística de los ’80.
Se ganó el apodo de “el último cowboy”, en alusión a su pasado hollywoodense; el columnista del Times, William Safire lo bautizó, irónicamente, “el mejor espectáculo de la televisión”, y su entusiasmo espacial llenó páginas y páginas con la saga de la “Guerra de las Galaxias”. Fue el inspirador de la “reaganomics” y acorraló a Gorbachov contra el Muro de Berlín, exigiéndole que lo volteara. No lo consiguió inmediatamente, pero lo dejó tambaleando.
El humor fue parte de su encanto y carisma personal. Pocas semanas después de asumir por primera vez la presidencia, en 1981, resultó herido en un atentado callejero; una de las balas que le dispararon dejó tullido a su jefe de prensa, pero otra se desvió en un brazo de Reagan y terminó alojada muy cerca del corazón.
Su valentía durante ese intento de magnicidio que pudo culminar en un drama mundial, y sus ocurrencias en el hospital, recogidas generosamente por la prensa, le ganaron el favor de la opinión pública, que había recibido su triunfo electoral con cierta cautela. Cuando le informaron que iban a operarlo, comentó que esperaba que el cirujano fuese republicano, como él; ante su esposa, Nancy, se disculpó por no haberse “agachado lo suficiente”.
Nunca tuvo tan buen libreto en las películas. No pasó de ser un “Errol Flynn de Clase B”, y fue uno de los primeros artistas de Hollywood en transbordar a la televisión. Ese entrenamiento resultó vital en sus campañas políticas. En este aspecto, su carrera comenzó al asumir la presidencia del Sindicato de Actores, que lo catapultó a la gobernación de California durante dos períodos. Cualquier parecido con su colega y gobernador actual de ese estado es pura coincidencia cinematográfica.
¡Quiéranlo, pero no lo voten!
Periodísticamente, por esos azares de la profesión, pude seguir la trayectoria de Reagan como comunicador mejor que la de cualquier otro mandatario extranjero. Llegué a Estados Unidos, para asistir a un seminario sobre “La comunicación en el Siglo XX”, realizado en Richmond, el mismo día del atentado, el 30 de marzo de 1981, y fui testigo de la previsible y extraordinaria repercusión de ese suceso en los medios norteamericanos.
Tres años después, como enviado de El Cronista Comercial, volví a volar a Nueva York, esta vez para cubrir el último tramo de las campañas presidenciales, en las que se enfrentaban, por los republicanos, Reagan y George Bush ( padre ), y por los demócratas Walter Mondale y, por primera vez, una mujer, Geraldine Ferraro. Ferraro, celosa de la adhesión que suscitaba Reagan, llegó a pedir públicamente, vencida de antemano: “Quiéranlo, pero por favor no lo voten”.
La victoria de Reagan fue abrumadora, pero no careció de algunos momentos de tensión. Reagan ya era un hombre grande, y en los debates por televisión los demócratas estaban decididos a atacar este flanco débil. El primer encuentro lo ganó Mondale por puntos; en el segundo, un Reagan más espontáneo, salió a la ofensiva e ironizó con la juventud de su rival. Fue un triunfo por k.o. en los primeros rounds.
Tuve el privilegio de seguir este debate en Washington, en compañía de varios periodistas del lugar. Resultó ser una compensación, porque a pesar de llevar credenciales especiales para ingresar en el Radio City de Nueva York, cuartel general de los republicanos, no pude llegar a franquear la guardia pretoriana que cuidaba la reserva de la campaña, que entraba en su recta final y decisiva. Cerca de allí, Paul Newman se desgañitaba en un mitin callejero en busca de votos para los demócratas.
La campaña de la reelección convocó a la flor y nata de Madison Avenue, reunida en un Dream Team publicitario, capitaneado por Phil Dusenberry; de esa colaboración surgió la más bella campaña política, “Amanece de nuevo en América”, virtualmente un largometraje que las grandes cadenas de televisión pusieron reparos en emitir.
Como comunicador, Reagan también tenía sus picardías. Para evitar ser interrogado por los periodistas que aguardaban su salida de la Casa Blanca, ordenaba al piloto del helicóptero que lo llevaba hasta su rancho poner en marcha los motores apenas lo veía pisar el césped del jardín. El ruido, atronador, ponía fin al diálogo.
Antes de una conferencia de prensa, sus colaboradores le dibujaban un plano con la ubicación de los periodistas, los medios que representaban y sus nombres de pila. Este trato informal conseguía distender el clima de la reunión. El humor de Reagan hacía el resto.
Reagan era un político de convicciones muy fuertes y a veces daba más crédito a sus propias palabras que a los hechos reales. Polémicas decisiones tomadas durante su segundo período eclipsaron muchos de los logros del primero. Aún así, dejó una marca indeleble en su país y en el mundo. Sus conocimientos eran muy limitados, y sus bloopers forman parte de su leyenda. Hoy esas distracciones son vinculadas con la cruel enfermedad que segó su vida.
Bud McFarland, un profesional muy cercano a Reagan, dijo de él alguna vez: “Sabe tan poco y realiza tanto”. Y hacia la mitad del segundo período, el senador Edward Kennedy, demócrata, le expresó públicamente: “Mi hermano John no hubiera estado siempre de acuerdo con usted, pero hubiera admirado la fuerza de su compromiso y su capacidad para hacer avanzar a la nación”.
Este sexto sentido, el de la oportunidad, lo acompañó hasta al final. El fallecimiento de Reagan estalló en los medios el 6 de junio, en plena celebración mundial del “Día D”, que marcó el inicio de la liberación de Europa y la mayor contribución de los Estados Unidos al mundo libre. Un momento histórico que él mismo hubiera elegido de haber podido hacerlo.
Reagan, reconocido unánimemente como el Gran Comunicador, por su capacidad de poner en términos sencillos y emotivos asuntos de gobierno muy complejos, el hombre que sacó a su país de la depresión causada por la Guerra de Vietnam y el enorme desencanto en que dejó sumido al país su predecesor, James Carter, encendió la retórica periodística de los ’80.
Se ganó el apodo de “el último cowboy”, en alusión a su pasado hollywoodense; el columnista del Times, William Safire lo bautizó, irónicamente, “el mejor espectáculo de la televisión”, y su entusiasmo espacial llenó páginas y páginas con la saga de la “Guerra de las Galaxias”. Fue el inspirador de la “reaganomics” y acorraló a Gorbachov contra el Muro de Berlín, exigiéndole que lo volteara. No lo consiguió inmediatamente, pero lo dejó tambaleando.
El humor fue parte de su encanto y carisma personal. Pocas semanas después de asumir por primera vez la presidencia, en 1981, resultó herido en un atentado callejero; una de las balas que le dispararon dejó tullido a su jefe de prensa, pero otra se desvió en un brazo de Reagan y terminó alojada muy cerca del corazón.
Su valentía durante ese intento de magnicidio que pudo culminar en un drama mundial, y sus ocurrencias en el hospital, recogidas generosamente por la prensa, le ganaron el favor de la opinión pública, que había recibido su triunfo electoral con cierta cautela. Cuando le informaron que iban a operarlo, comentó que esperaba que el cirujano fuese republicano, como él; ante su esposa, Nancy, se disculpó por no haberse “agachado lo suficiente”.
Nunca tuvo tan buen libreto en las películas. No pasó de ser un “Errol Flynn de Clase B”, y fue uno de los primeros artistas de Hollywood en transbordar a la televisión. Ese entrenamiento resultó vital en sus campañas políticas. En este aspecto, su carrera comenzó al asumir la presidencia del Sindicato de Actores, que lo catapultó a la gobernación de California durante dos períodos. Cualquier parecido con su colega y gobernador actual de ese estado es pura coincidencia cinematográfica.
¡Quiéranlo, pero no lo voten!
Periodísticamente, por esos azares de la profesión, pude seguir la trayectoria de Reagan como comunicador mejor que la de cualquier otro mandatario extranjero. Llegué a Estados Unidos, para asistir a un seminario sobre “La comunicación en el Siglo XX”, realizado en Richmond, el mismo día del atentado, el 30 de marzo de 1981, y fui testigo de la previsible y extraordinaria repercusión de ese suceso en los medios norteamericanos.
Tres años después, como enviado de El Cronista Comercial, volví a volar a Nueva York, esta vez para cubrir el último tramo de las campañas presidenciales, en las que se enfrentaban, por los republicanos, Reagan y George Bush ( padre ), y por los demócratas Walter Mondale y, por primera vez, una mujer, Geraldine Ferraro. Ferraro, celosa de la adhesión que suscitaba Reagan, llegó a pedir públicamente, vencida de antemano: “Quiéranlo, pero por favor no lo voten”.
La victoria de Reagan fue abrumadora, pero no careció de algunos momentos de tensión. Reagan ya era un hombre grande, y en los debates por televisión los demócratas estaban decididos a atacar este flanco débil. El primer encuentro lo ganó Mondale por puntos; en el segundo, un Reagan más espontáneo, salió a la ofensiva e ironizó con la juventud de su rival. Fue un triunfo por k.o. en los primeros rounds.
Tuve el privilegio de seguir este debate en Washington, en compañía de varios periodistas del lugar. Resultó ser una compensación, porque a pesar de llevar credenciales especiales para ingresar en el Radio City de Nueva York, cuartel general de los republicanos, no pude llegar a franquear la guardia pretoriana que cuidaba la reserva de la campaña, que entraba en su recta final y decisiva. Cerca de allí, Paul Newman se desgañitaba en un mitin callejero en busca de votos para los demócratas.
La campaña de la reelección convocó a la flor y nata de Madison Avenue, reunida en un Dream Team publicitario, capitaneado por Phil Dusenberry; de esa colaboración surgió la más bella campaña política, “Amanece de nuevo en América”, virtualmente un largometraje que las grandes cadenas de televisión pusieron reparos en emitir.
Como comunicador, Reagan también tenía sus picardías. Para evitar ser interrogado por los periodistas que aguardaban su salida de la Casa Blanca, ordenaba al piloto del helicóptero que lo llevaba hasta su rancho poner en marcha los motores apenas lo veía pisar el césped del jardín. El ruido, atronador, ponía fin al diálogo.
Antes de una conferencia de prensa, sus colaboradores le dibujaban un plano con la ubicación de los periodistas, los medios que representaban y sus nombres de pila. Este trato informal conseguía distender el clima de la reunión. El humor de Reagan hacía el resto.
Reagan era un político de convicciones muy fuertes y a veces daba más crédito a sus propias palabras que a los hechos reales. Polémicas decisiones tomadas durante su segundo período eclipsaron muchos de los logros del primero. Aún así, dejó una marca indeleble en su país y en el mundo. Sus conocimientos eran muy limitados, y sus bloopers forman parte de su leyenda. Hoy esas distracciones son vinculadas con la cruel enfermedad que segó su vida.
Bud McFarland, un profesional muy cercano a Reagan, dijo de él alguna vez: “Sabe tan poco y realiza tanto”. Y hacia la mitad del segundo período, el senador Edward Kennedy, demócrata, le expresó públicamente: “Mi hermano John no hubiera estado siempre de acuerdo con usted, pero hubiera admirado la fuerza de su compromiso y su capacidad para hacer avanzar a la nación”.