Hace unos años una periodista española, refiriéndose a la vida cotidiana durante el período de campañas políticas preelectorales, dijo que le parecía lo más próximo a un sueño. Lo explicó más o menos así: “Todos tratan de hacer las cosas bien para que los voten, en especial los que gobiernan y aspiran a ser reelegidos; en la otra vereda, los postulantes a sucederlos miman a los ciudadanos para tratar de conquistarlos”.
Para seguir con el ejemplo español, la colega hablaba en una época de bonanza, porque ahora, en medio de una de las más graves crisis de su historia reciente, el presunto sueño ya se parece más a una pesadilla. Sobre todo porque las actuales campañas políticas se parecen muy poco a las de antes. En rigor, tienen tan poco de “campañas” como de “políticas” en su acepción más transparente y deseable. No se respetan las reglas, ni siquiera por aquellos que las fijaron, y todo parece estar permitido con tal de ganar. La duración se extendió indefinidamente desde que Bill Morris comenzó a aconsejar a sus clientes que “ningún funcionario debe dejar de seguir sintiéndose candidato”. Por el contrario, tiene que continuar con la gimnasia del proselitismo y estar siempre en forma, porque hay elecciones cada dos años y arrancar de nuevo da ventajas a los rivales.
Y sencillamente no sé en qué definición de “políticas”, otro término bajo cuestión, puede encajarse el proselitismo actual. Veamos: en una de las últimas elecciones españolas, una candidata con pocas probabilidades y escaso presupuesto simuló un orgasmo en un anuncio radiofónico. Una manera de llamar la atención que probó ser poco original y efectiva en estos tiempos en que esta clase de gemidos son habituales en las películas y las series televisivas y no de las más explícitas.
Claro que hay excepciones que invitan a mantener las esperanzas de la ansiada transparencia en las iniciativas electorales, que comenzó con las de 1983 pero no tardó mucho en esfumarse. Acabo de enterarme de que en Alemania, ya casi sobre los comicios que toda Europa sigue con comprensible ansiedad, uno de los recursos puestos en juego son las lecturas públicas. Sí, así como suena, lecturas públicas.
Sucede que el Partido Socialdemócrata alemán, que acaba de celebrar su 150° aniversario, viene organizando lecturas públicas juveniles en apoyo de sus candidatos desde agosto. Alemania cuenta con antecedentes de este género, que en su versión más apacible, son las lecturas organizadas por las grandes librerías, famosos cafés o centros culturales para presentar nuevos títulos y nuevos autores.
Como recurso electoral, se estrenó en 2009, cuando el novelista Gunther Grass (“El tambor de hojalata”), salió de gira por el país con la promesa de hacer lecturas públicas, en compañía de varios autores jóvenes, para respaldar las candidaturas de su partido.
El primer escenario de lectura pública se habría abierto en Berlín Oeste de 1989; por sus características, en las que se mezclan el entretenimiento y el discurso contestatario contra carriles tradicionales de información como los grandes periódicos y los medios audiovisuales, han sido llamados “folletines políticos en vivo y en directo”.
Para los alemanes el hábito es tan corriente como separar la basura, evitar tirar papeles en las calles o tomar en serio las lecciones de enseñanza vial. Desde nuestra perspectiva, si ya es una hazaña leer en público (o en privado), es decir leer, tiene visos de heroísmo hacerlo en el campo minado y cruzado por misiles cargados de insultos y mentiras en el que se han convertido las modernas campañas electorales.