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REFLEXIONES LIGERAS

Hércules Carreño, el Sabio

Un personaje inefable y una receta basada en la vieja sabiduría popular. Biografía no autorizada de un antihéroe jamás rozado por las adversidades de la vida.

Hércules Carreño, el Sabio
Por Edgardo Ritacco (*)
Mi amigo Hércules Carreño es un personaje inefable. Hombre de serenidad pasmosa, nada de lo que tortura a los seres de este mundo parece perturbarlo. Quienes lo conocen bien dicen que está recubierto por una gruesa capa de teflón. Y debe de ser cierto, nomás. Porque no hay calamidad que lo roce, aunque siempre parece estar en la primera línea de fuego. Le han puesto varios apodos, entre cómicos e infamantes: Zafaroni, Estampita, Doble Silla, Salvatierra. Pero don Hércules jamás se ha dado por aludido al oírlos, si es que alguna vez lo hizo. Una vez estuvo a punto de caer en un operativo de saneamiento de la empresa donde trabajaba. Mi amigo había dejado algunas huellas digitales en algún chanchullo, y era seguro su despido sin gloria. Pero justo el día previo al desastre le arrimaron la oferta salvadora de la compañía de la competencia. El Hércules arregló despacito su bolso, cargó con sus austeras pertenencias, saludó al portero y cruzó la calle. Y como esa, otras varias salvadas sobre el gong le fueron creando fama de indestructible. Reconozco que alguna vez me interesé realmente por conocer su receta. Curiosidad profesional, si usted quiere, o vulgar comezón desatada por la humana intriga. Y no fue fácil dar en la tecla. Porque don Hércules es un tipo reservado, tirando a zorro, de mucho callar y de bastante saber. Pero al fin pude descifrar el código: el hombre se maneja en la vida a través de añejos refranes españoles que le enseñó pacientemente su abuela materna, una hispana de temer, con más calle que ciudad vieja y más estaño que bodegón de suburbio. Y un día, acorralado ante la verdad, el zorro de Hércules se rindió ante la evidencia con estas palabras: “Y bueno, yo no creo en los sabios, porque saben lo que sabe un hombre. En cambio, creo en la sabiduría de las multitudes, porque son muchos más. Y los refranes son la verdad de muchos”. Me sorprendió: nunca lo había visto de esa manera. Lo cierto es que nuestro hombre define a cada paso su vida abrevando en esa inagotable cantera de adagios españoles, y apuesta con fe a que no van a defraudarlo. Nunca fue demasiado ambicioso en bienes materiales: Corazón codicioso no tiene reposo, se repite cada vez que lo asalta la tentación. Y si le reprochan alguna oportunidad perdida, él tiene la respuesta para sus adentros: Más vale poco y bien tenido que mucho y mal atendido. Tal vez aquello de los chanchullos fue una infamia y el bueno de Hércules jamás se ensució los dedos con plata mal habida. No te acostumbres a lo que no dure, se repite a menudo, a sabiendas de que es muy cierto aquello de que La mayor ventura es la que menos dura. Y así ha ido atravesando la vida, incólume ante las tentaciones del devenir. Don Hércules Carreño salió del paso de mil encerronas gracias a su increíble buena suerte, claro, pero también porque nunca dejó de lado aquellas frases mágicas de su abuela castiza. Escéptico hasta la militancia, ha creído a pies juntillas en eso de De lo que no veas, ni la mitad te creas, y sabiendo que no hay mejor manera de aprender que viviendo: Un año de experiencia vale por diez años de ciencia, me confesó un día, cuando ya no tenía sentido seguir guardando el secreto de su recetario popular. Pero, hombre prudente como el que más, nunca quiso abandonar lo que otros llaman “el low profile”. Cuando pases por la tierra de los tuertos, cierra un ojo, se repite, sin asomo de duda o perturbación, sabiendo que todo es cuestión del cristal: Cada campana suena según el metal del que está hecha. Es que el Hércules nunca pecará por comedido, ya que ha hecho un arte del callar palabras inútiles. Si alguien le cuenta un problema, difícilmente se pondrá a recomendarle recetas personales. Porque, según su legado ancestral, Consejo no pedido, consejo mal oído. Y el hombre no tiene ganas de andar desperdiciando palabras así porque sí. Un día, al escuchar a otro que se iba de boca, se volvió despacito hacia donde estaba yo y me dijo con un hilo de voz: Habla siempre que debas, y calla siempre que puedas. Frase que uno no puede dejar de vincular con aquella de que el hombre es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Sólo que el irrepetible Hércules la decía como en la tierra de su abuela materna. Un poco entusiasmado con la idea, me agregó otra perlita: Regla del buen vivir, callar después de ver y oír. Frasecilla ésta que, de aplicarse masivamente, acabaría con todos los testigos del planeta, para no decir con todos los juicios, jueces, abogados y leguleyos del universo. Y su escepticismo llegaba también –para bien o para mal– a la propia raza humana. No era fácil convencer a don Carreño de las bondades de un semejante, una vez que se había albergado una duda en su alma. De ruin madera no harás buena mesa, sentenciaba, cuando veía alguna falla sutil en el pedigree del fulano. Y de esa nota no era fácil bajarlo, porque, abundaba, la leña verde mal se enciende. Allí anda mi amigo Hércules, ganándose el pan honradamente, con achaques pero sin muchas visitas al médico –por aquello de que A más doctores, más dolores–, callando sabiamente sin creer en eso de “el que calla, otorga”, porque para su vademécum la verdad es otra: El sabio calla, y el tonto otorga. Y sin necesidad de psicólogo ni adivinos, porque en esas viejas verdades que le enseñó su nona ya tiene las respuestas. En eso y en la suerte descomunal que lo viene acompañando desde que se le ha pegado su capa de teflón y carga con los amables o infamantes apodos de Zafaroni, Estampita, Doble Silla o Salvatierra. Bautismos de los que –estoy casi seguro– ni siquiera se ha enterado. (*) Director Periodístico de la revista EL PUBLICITARIO.
Redacción Adlatina

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