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REFLEXIONES LIGERAS

El Doctor Merengue

La columna de Ritacco se introduce hoy en la distancia cada vez mayor que existe entre lo que la gente dice y lo que en realidad piensa. La urgente necesidad de escuchar y leer entrelíneas que hoy azota a todos, cualquiera sea la actividad en que esté inmerso.

El Doctor Merengue
Por Edgardo Ritacco (*)
Hace muchos años, una tira de historieta hacia las delicias de los argentinos: “El otro yo del Dr. Merengue”. Su personaje central era un individuo que siempre aparecía formal y respetuoso, pero que albergaba en su interior a un chusco redomado al que apenas contenía su elegante traje negro. Así, cuando, por ejemplo, el doctor Merengue le decía cortésmente a una señora, “qué renovada está, señora Cloríndez”, lo que estaba pensando su alter ego era: “Sí, renovadas las arrugas que tiene en la cara”. En una palabra, nuestro hombre era un sátrapa con savoir faire. Desde aquellos tiempos hasta ahora, esa antigua costumbre de decir una cosa y pensar otra ha ido cada vez más en aumento. Hoy por hoy, el disfraz ha llegado a un punto en que se hace imprescindible saber leer entrelíneas todo lo que uno escucha por ahí si no se quiere ser víctima de cualquier novato aspirante a doctor Merengue. Una buena manera de empezar el training es reconocer lo que podrían llamarse “las frases peligrosas”. Un clásico ejemplo es aquella que suele jalonar los reencuentros: “Che, viejo, qué bien estás. ¿Cómo hacés para que no pasen los años?”. Alerta roja. El sujeto, por lo general, no cree en lo más mínimo que el otro esté bien, y, de paso, le menciona los años, como para que el halagado no se haga ilusiones. Otro caso. Un empresario desliza, ante una pregunta molesta: “Pongámoslo de esta forma: este año se tendrán que tomar algunos recaudos en la inversión, especialmente durante el primer semestre”. Muy posiblemente su otro yo esté diciendo: “Este año haremos recortes a troche y moche. Y de inversión, ni hablemos, ni ahora ni a fin de año”. Es bastante común ver a un publicitario –creativo o no– rugiendo frente a propios y extraños: “Yo en los únicos premios que creo son las cifras de venta del producto y la satisfacción del cliente”. En ese caso, bien puede estar pensando: “No creo que este año tampoco se corte la malaria que nos persigue en los festivales. Y menos con estos presupuestos que nos tiran los clientes”. Algunas veces, el doctor Merengue contemporáneo no utiliza la contradicción total, sino el eufemismo, un recurso más sutil pero no menos corrosivo. No dice blanco por negro, pero tampoco se atreve a apostar todo a un pleno. Algunos eufemismos son inofensivos, y sólo revelan temores y recatos. “Las partes pudendas” que mencionaban nuestros mayores con una chispa disimulada en los ojos, constituyen un ejemplo casi histórico. O el famoso “guardar cama” que publicaban las secciones Sociales de los diarios, por no atreverse a decir que una aristocrática señora estaba embarazada. El eufemismo es algo parecido a un pequeño salvavidas. Resguarda la última posibilidad de decir que no se dijo lo que se quiso decir. “Yo nunca afirmé que ese señor sea un corrupto –se defiende un imputado–. Sólo declaré, ante una pregunta, que no me parecía demasiado virtuoso que digamos. ¿Hay algún delito en eso?”. Obviamente, los políticos son maestros en este arte de los grises y medios tonos. Cuando alguno asegura, por ejemplo: “Aquí hay que deponer las banderías y partidismos, porque la realidad social es urgente y no admite dilaciones”, lo más probable es que esté pensando: “Es hora que ellos, en el gobierno, hagan algo para arreglar este despelote. Para eso están”. Si un futbolista, de estrella un tanto caída, declara en los diarios: “Yo físicamente estoy bien, lo único que me falta es un poquito de continuidad en la primera”, seguramente lo que piensa es: “Hace dos meses que no juego de movida en el equipo, y ya no soporto estar en el banco. Todo porque el técnico me hizo la cruz”. En los tiempos que corren, cada uno, con mayor o menor suerte, trata de entender, detrás de lo que está oyendo o leyendo, el verdadero motivo de las palabras. Es un ejercicio desgastante e improductivo, pero queda el consuelo que todos están perdiendo el tiempo en exactamente lo mismo. Lo que los expertos llamarían “decodificando el metamensaje”. “¿Usted en qué andaba, Galíndez?”. Esta preciosura suele lanzarse sin anestesia en cócteles y otros encuentros profesionales, y teóricamente se esgrime para conocer en qué empresa o actividad se mueve ahora el interrogado. Pero a menudo, en los hechos, en una daga ponzoñosa. Porque el tal Galíndez bien puede descubrir con ella hasta qué punto llegó su súbito anonimato de un tiempo a esta parte. “Pensemos juntos cómo resolver esto”, le dice el jefe a un empleado no demasiado sumiso, tras descubrir algún error en el trabajo. En ese caso, el oculto Dr. Merengue clama desde atrás, sin que nadie lo oiga: “A ver si me da bolilla de una vez, gil, y deja de complicarme la vida con su incapacidad”. Pero claro, la figura de “pensar juntos” es mucho más civilizada y urbana. Pone a ambos en la misma línea de largada. Aunque los dos sepan que eso no es verdad, y menos en un momento así. “Me extraña, en un tipo como usted”, es otra de las estocadas habituales que desarman al más pintado. Porque bajo la apariencia de un reconocimiento (“si a éste le extraña que haya cometido el error es porque debe tener un buen concepto de mí, piensa el otro individuo), la frasecita apenas si oculta una descalificación total. Un gran capítulo en el libro gordo del eufemismo y otras falacias tiene como eje a la famosa falsa modestia. Un viejo profesor de la secundaria solía repetir en mis tiempos de estudiante que “la falsa modestia es la virtud de los mediocres”. Nunca supe si era el autor de la idea o si la había tomado de otro. Pero sin duda tenía razón. Basta con pensar en alguien que arranca con un “Yo no sé demasiado de esto, pero me parece que...”, y acto seguido se sumerge en un verdadero ensayo sobre el tema en cuestión. Por cierto, el comienzo modesto es una estratagema básica para despertar simpatías entre sus interlocutores (en estos tiempos de rigurosa ostentación de conocimientos), pero lo que viene después echa por tierra con todo el efecto. Por iguales motivos, son, por lo menos, sospechosas las introducciones del estilo de “Yo no soy quién para decirlo”, “Usted corríjame si me equivoco”, y ni hablar de la súbita aparición de adverbios del tipo de “humildemente” o “modestamente”, que casi siempre apestan a falsa modestia y estudiada discreción. Estos abismos entre lo que se dice y lo que se piensa han vaciado de valores a muchos elogios, sugerencias personales y hasta opiniones más formales. Los elogios son escaneados por el que los recibe para detectar si hay intereses subterráneos en danza. Las sugerencias pueden ocultar expresiones de deseos o conveniencia del improvisado asesor. Y las opiniones bien pueden esconder la vieja historia de llevar agua para el molino propio, o el de algún favorecedor. Los eufemismos, mientras tanto, seguirán resistiendo al paso del tiempo y divirtiendo a quien se detenga a analizarlos. Una mujer entrada en carnes (¿entrada-en-carnes?), un hombre de cierta edad (¿tal vez porque es incierta?), un pasajero con movilidad reducida (joyita de ambigüedad), el sector careciente de la población (al parecer, la palabra “carenciado” ya estaba resultado demasiado directa para los timoratos), un no vidente (¿existirán en el futuro los “no oyentes?) o un hombre de color (¿acaso el hombre blanco tiene piel incolora, como el agua?), seguirán apareciendo aquí y allá, en conversaciones y textos, aliviando la dura realidad de todos los días. Lástima que la tira del Dr.Merengue no aparece más. Hoy tendría tema asegurado para años y años. (*) Director Periodístico de El Publicitario.
Redacción Adlatina

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