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Redacción Adlatina |

Rodeados por un maléfico virus, sentencia y describe Edgardo Ritacco

“Está en todas partes y en ninguna ―define el director periodístico de Adlatina.com―. No se lo ve, pero puede atacar en cualquier momento. Se toman precauciones elementales, tal vez eficaces, para mantenerlo a raya. Pero no hay vacuna que levante una barrera contra el minúsculo intruso, ni tratamiento que lo derrote en el cuerpo de los infectados. Por primera vez en muchísimos años, el mundo vive una situación de guerra sin soldados ni bombas, pero igualmente mortífera, que diezma a poblaciones y compromete a las economías más sólidas”.

Rodeados por un maléfico virus, sentencia y describe Edgardo Ritacco
Toda precaución parece escasa y, a la vez, exagerada. El enemigo acecha desde las sombras. (Foto: EPA)

Por Edgardo Ritacco
Director periodístico de Adlatina.com


Estamos rodeados por el coronavirus. La vida de todos los días ya no es la misma. Temprano por la mañana, los noticieros de radio y televisión no tienen otro tema que la pandemia. Es lógico, porque la magnitud de los estragos de este virus no tiene parangón en los años que hemos vivido. La temida poliomielitis fue un fantasma negro de los años 50, y aunque amenazaba con un permanente martirio para nuestros cuerpos y la propia muerte, su duración apareció como más fugaz. Sobre todo porque en pleno desarrollo de la enfermedad apareció una vacuna en dos versiones ―la inyectable del doctor Salk y la azucarada del doctor Sabin― y el fantasma se disipó por un tiempo. La gripe N1 H1, mucho más cercana en el tiempo, tampoco tuvo esta resonancia. La amenaza del virus Ébola pareció lejana, confinada al continente africano. Ni la gripe ni el Ébola afectaron demasiado la actividad comercial del mundo, ni distorsionaron el esquema de viajes y turismo. Como hoy.

Pero el coronavirus es distinto. Después de ver o escuchar las noticias del día anterior, aparecen las nefastas cifras de infectados y muertos en todo el mundo. La usualmente burbujeante España se perfila hoy con sus calles desiertas y el desborde de su sistema sanitario. La efervescente Italia está sometida a una fatídica retahíla de fallecimientos, zonas críticas como el orgulloso Norte ―invadido como ninguna otra zona del país por el virus―, los continuos mensajes de sus líderes, impotentes ante el avance de la enfermedad y su récord de fallecidos.

Y cuando se agregaba Francia al macabro desfile, y cuando la gente de los distintos países hacía desesperados esfuerzos por matizar las cuarentenas con sus mensajes desde los balcones y ventanas de las ciudades, apareció con inusitada fuerza el caso descarnado de los Estados Unidos, la potencia todopoderosa, que empezó a rendirse lentamente antes el minúsculo virus que invadió sin miramientos al planeta Tierra.

La gente no puede comprender cómo en los países más desarrollados, de monedas fuertes e industrias poderosas, este minúsculo intruso haya desbaratado la vida y las relaciones humanas con una invasión tan profunda. Porque el déficit de camas fue muy difícil de superar, aun en las economías más fastuosas. Y hasta los humildes y casi ignorados barbijos se convirtieron en un insumo de difícil acceso, fogoneado por los abusos en los costos y hasta algún desconcierto de los científicos, que no pudieron ponerse de acuerdo en principio sobre su utilidad o su característica de simple placebo.

Otro problema mayor fue el de los respiradores. Los países trataron de apropiarse de los existentes, y de las fábricas que venían produciéndolos en forma irregular. Hubo, y hay, una rebatiña para asegurarse algún número de esos artefactos, cuya eficacia sigue en duda, porque muchos expertos dicen que la gente que es puesta en ellos muere en su mayoría sin reaccionar.

El coronavirus, impertérrito, sigue su marcha, sin vacunas, sin tratamientos eficaces, dejando el consuelo de algunas perspectivas que aluden al quimérico “achatamiento de la curva” de casos y muertes. La gente, despavorida, vació las calles, los parques y los medios de transporte, donde el contagio parece inevitable, porque no se resguarda el distanciamiento entre las personas, y en general, se propicia el amontonamiento de cuerpos, bocas, ojos y narices, y los estornudos y toses son vectores de millones de mínimas gotas capaces de desatar la enfermedad.

El virus, ajeno a los cuidados, no respeta riquezas ni jerarquías sociales. Ataca por igual a humildes ciudadanos (especialmente mayores de edad) y a gobernantes, tanto los que han tratado de combatirlo como a los inconscientes que negaron su gravedad, como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Daniel Ortega. El mismísimo premier británico, Boris Johnson, cayó bajo sus garras y pasó largos días en el hospital St. Thomas, del centro londinense. En ese país, cuando asoma un retazo de sol la gente se olvida de las consignas y sale a pasear libremente por parques y calles, o montada en neutrales bicicletas, para olvidarse por unos minutos del encierro que vive en su casa.

Toda aglomeración de personas es peligrosa. Por eso han quedado en el olvido, por tiempo incierto, los bares y restaurantes, las confiterías y bailes, los deportes profesionales y amateurs, los cumpleaños bulliciosos y las bodas varias veces postergadas. El tétrico virus ha cubierto a todas esas manifestaciones multitudinarias con un pesado manto de miedo, recelo e inquietudes.

Ni hablar del disloque que ha provocado en las economías del mundo. Europa está entregada de pies y manos a sus cuarentenas y fabricaciones contra reloj de insumos para el cuerpo médico, que junto a las enfermeras se han convertido en los héroes y heroínas de la época. Desaparecieron del ideario colectivo los viejos superhéroes: a Superman y Batman los reemplazaron esas figuras fatigadas que provocan todas las noches un aplauso en las ventanas de las ciudades cerradas. Y cuando alguien consigue salir del hospital, en todo el mundo, es ese mismo grupo de bienhechores el que se reúne, barbijo y capa mediante, a aplaudir locamente al recuperado.

En esas mismas ventanas cantan los que saben y los que no saben, cuentan chistes los aspirantes a cómicos: todos tratan de transmitir fuerzas a los menos animados y de alejar los fantasmas del contagio, la internación y, tal vez, la muerte.

Ese es el mundo que hoy enfrenta, entre incrédulo e impávido, a la tristemente famosa Covid-19, que algunos líderes mundiales trataron de minimizar al compararla con una simple gripe. Ni hablar de las industrias, que están a un paso del derrumbe, y menos de la publicidad, que se devana los sesos buscando el tono apropiado para transmitir un mensaje de producto que no suene a artificial o desubicado, y mucho menos gracioso, en tiempos en que la gracia parece haberse ido de vacaciones.

El notorio Festival de Cannes se resistió, al principio, a seguir el camino de otros muchos eventos del género, pero al final debió conceder su postergación hasta el año próximo. Rabiosos, sus organizadores se resisten todavía a devolver el dinero adelantado por sus seguidores, con el argumento de que “una cantidad de gente que concurre al Festival, nuestros delegados, proviene de compañías realmente multimillonarias ―como dijo el chairman Philip Thomas a Ad Age―. Ellos son mucho mayores que nosotros. Hemos sido muy golpeados este año. Y aun cuando entendemos que los negocios están pasándola mal, nosotros tenemos problemas todavía mayores”.

Eventos notables de la industria publicitaria y de los medios, como el célebre SXSW, de Austin, Texas, también se resistieron a ser sometidos por el virus, pero cayeron estrepitosamente prometiendo reaparecer “con nuevas fuerzas” en 2021. Y así cayeron las preventas de los canales de TV, la mayor parte de los reviews publicitarios, que no pudieron amoldarse a la modalidad remota que intentaron los más pertinaces, y por cierto, la facturación de publicidad, porque un 80% de las compañías multinacionales postergó sus campañas para un tiempo difícil de precisar, aunque muchas de ellas intentan mantenerse en el ruedo con avisos vinculados a la pandemia. La vieja enseñanza de la Segunda Guerra Mundial (seguir haciendo publicidad en tiempos de crisis para después reaparecer con ventajas sobre la competencia) ha hecho que florezcan numerosos mensajes pregonando la consigna de “quedarse en casa” y tratar de tener pensamientos positivos para no caer en la trampa temática de la pandemia.

El único (magro) consuelo es pensar que todo esto pasará, tarde o temprano. Que las calles volverán a tener sus multitudes ondulantes, que la gente volverá a ver vidrieras, que la economía volverá a florecer entre el ruidoso concierto de hierros de las máquinas y la bendición de los locales abiertos al público. Es un pensamiento positivo, que sólo se ve desdibujado por la incertidumbre de la fecha del retorno.

Pero que, a estas alturas, es la única herramienta que queda para sostener la fe colectiva.