Publicidad > Global | EL ESPACIO DE ALBERTO BORRINI
Alberto Borrini |
Una imagen vale por mil palabras, sentenciaba un viejo axioma cuando el lenguaje estaba todavía en condiciones de competir. No es el caso actual; los adolescentes, que hace veinte años según los entendidos manejaban unas 1000 palabras ahora no pasan de 350. Y ese será el número que emplearán el resto de sus vidas si no se ayudan con el estudio o la lectura.
Suelen compensar este déficit con muletillas ambiguas como “loco, chabón o boludo”, cuyo significado suele depender del tono y los gestos que lo acompañan. Porque pueden trasmitir aprecio o lo contrario.
Sin embargo, hasta las más nítidas y transparentes imágenes llega un momento en que no bastan para expresarse por sí mismas y demandan un redondeo verbal. Es lo que acaba de pasar con Lio Messi, una de las celebridades mundiales que, aparentemente, no necesita hacer profesionalmente otra cosa que jugar al fútbol, y personalmente mostrarse tal cual es para concitar el reconocimiento y la admiración, en ambos aspectos de su personalidad.
Chicos y grandes de todo el mundo lo admiran en muchos idiomas; sin embargo, bastó que Alejandro Sabella, director técnico de la Selección Nacional, sin pensarlo mucho dijera que no había en el diccionario una palabra que lo definiera íntegramente, para que Pepsi tomara la carencia al vuelo y abriera, el año pasado, un concurso que circuló por las redes sociales y que terminó por arrojar el mejor adjetivo según la elección final de Sabella: ¡INMESSIONANTE!
El neologismo, que se impuso a un centenar de otros menos afortunados, incluso despistados o ridículos (Messideral, Messopotamia, Messigualable, Mesistente, Méssimo, Messiástico…) ya figura en la nueva edición del diccionario de la Lengua Española que edita Santillana. Bienvenido sea el nacimiento de una nueva palabra, aunque resulte en este caso innecesaria, en una época en que han desaparecido tantas del lenguaje popular sin que nadie lo lamente.
“La más fuerte de las trasgresiones es la del lenguaje”, escribió Roland Barthes hace cuatro o cinco décadas. Al mal uso que alertó el eminente filósofo francés, habría que agregar ahora el peligro de extinción que padecen las palabras. Porque seguimos dependiendo de su precisión y expresividad para convivir en sociedad; de ellas depende, efectivamente, que vivamos en paz o en guerra, que respetemos al prójimo, que hagamos efectiva la democracia y que dialoguemos en vez de volver a la cueva antediluviana donde todo se resolvía a fuerza de garrotazos.
Peor aún. Como pensamos en palabras, el achicamiento del lenguaje conlleva una reducción del pensamiento, e imposibilita distinguir distintas realidades y ejercer un control de nuestras emociones más elementales. Un remedio es la lectura, factor clave de un proceso de realimentación continua del lenguaje y del pensamiento en el cual, al revés del viejo axioma, una palabra equivale a mil imágenes.