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Redacción Adlatina |

Sobre ascuas y otros malentendidos

Viejo humorista de la humanidad, el idioma reserva sorpresa tras sorpresa para todos quienes lo utilizan, bien o mal, para el inevitable fin de comunicarse. Porque no todo lo que se dice se entiende, y no todo lo que se entiende se ha dicho.

Sobre ascuas y otros malentendidos
Por Edgardo Ritacco (*)
Como decíamos en una columna anterior, no siempre se sabe del todo a qué cosas se alude cuando se pronuncian palabras “automáticamente”, por fuerza de la costumbre. Vamos a poner algunos ejemplos, elegidos absolutamente al azar, por supuesto. Uno escucha decir: “Ah, si, Fulano es un tipo empecinado, imposible de convencer”. Pero ¿qué será exactamente empecinado? Cualquier diccionario dice que es un individuo “obcecado, obstinado, emperrado”. Pero el origen de la palabra es bastante curioso. La pez –así, femenina, nada que ver con el acuático masculino– es una sustancia resinosa, entre ámbar y marrón, que aparece en el jugo pegajoso que surge de ciertos árboles, como los pinos y abetos. También se habla de pez cuando el origen es el petróleo: cerca de los yacimientos hay depósitos de pez en el suelo. Por todo esto, cuando una persona intenta caminar sobre un piso cubierto de pez, le resultará muy difícil avanzar. De allí que un empecinado sea un individuo que no puede moverse, cambiar de ideas o de actitud. Un obstinado, en una palabra. Y hablando de obstinado: es curioso cómo en algunos países del Caribe se utiliza una variante de esa palabra (sin la b, ostinado) como sinónimo de “harto”. El visitante se llevará un chasco si oye decir: “Ese tipo me tiene ostinado”, y posiblemente se quede sobre ascuas, o en ayunas, a la espera de que algún comedido le aclare el significado del término. Ostinado, sin b, es coloquial y relativamente inculto. Pero, además, no tiene nada que ver con empecinado. Ya que estamos: quedarse sobre ascuas es una situación bastante incómoda, dado que las ascuas son cualquier material sólido en estado candente, aunque sin llamas. Un hierro al rojo es un ascua. Pero una papa quemante, aunque no tenga colores vivos, también merecería el crédito. Los que la experimentaron alguna vez en la lengua lo saben perfectamente. Siguiendo con las palabras comunes de historia poco conocida: ¿quien no dice, casi a diario, que se está cometiendo un error garrafal? Pues bien, ¿qué es, precisamente hablando, garrafal? Vaya olvidándose de las garrafas de gas, de las tradicionales gafas o de las muy francesas gaffes (que, dicho sea de paso, son deslices de lengua, o lapsus linguae). Garrafal es, inicialmente, una enorme guinda (también llamada garrofal), tan enorme que terminó contagiándole el sentido de desproporcionado a su propio nombre, para calificar a los errores y las mentiras de mayor tamaño. El particular sonido de la palabra (su eufonía, en realidad) hizo el resto, y le aseguró una brillante carrera en el habla popular. Nadie conoce la guinda, pero todos saben lo que es un error garrafal, especialmente cuando el que lo comete es otro. “Esa mujer es un adefesio”, dice el sujeto, acompañando el juicio con un gesto de rechazo en los labios. ¿Sospechará tal vez este acerbo crítico el origen remoto de la palabra adefesio? Todo comenzó con San Pablo, nada menos. Un día, el santo se sentó a escribir una carta a los habitantes de la ciudad de Efeso, llamados, por supuesto, efesios. En latín, una carta dirigida a los efesios se expresaba, simplemente, ad efesios. Lo que no sospechaba San Pablo es que los destinatarios de la carta iban a hacer oídos sordos a sus recomendaciones, y que seguirían idolatrando a sus dioses cotidianos. De allí que adefesio haya sido de ahí en más la forma de calificar al hecho de hablar en balde, y con el tiempo, por una misteriosa mutación semántica, sirvió para aludir a la fealdad y el ridículo de gentes y objetos. Tal vez la cercanía con la sencilla palabra feo (de origen totalmente distinto, el latin foedus, falto de belleza) haya producido el cambio. Vaya uno a saber. Y ya que de críticos y criticones hablamos, uno podría preguntarse cuántas veces ha escuchado expresiones como ésta: “¿Quién ha escrito este brulote lleno de patrañas?” Enojado el hombre, cierra el diario donde acaba de leer esa nota tremenda y se va a tomar aire fresco a la calle. Pero quedan dos preguntas flotando en el aire: ¿Qué significa exactamente brulote? ¿Y de donde viene la curiosa patraña? Un brulote era, en los peligrosos mares de varios siglos atrás, un barco incendiario. Los franceses lo llamaban brulot, y era algo así como el antecesor acuático de los actuales coches-bomba: un barco cargado de explosivos que se lanzaba sobre los navíos enemigos para incendiarlos sin piedad. Tal vez los artículos periodísticos que reciben el calificativo de brulotes no sean precisamente coches-bomba, pero muchas veces causan desastres similares en los aludidos por sus textos. Aludidos que, por supuesto, calificarán de patrañas a cuanto allí se diga, para descalificar todos los argumentos. Lo interesante es que las patrañas nacieron de una palabra del latín, la campesina pastoranea, que se refería a los cuentos que contaban los pastores al reunirse a charlar por las noches, al fin de agotadoras jornadas de trabajo. Tal parece que los pastores de los años de la antigua Roma eran demasiado imaginativos, y que en esas rondas daban rienda suelta a toda su febril imaginación. De allí que haya quedado esa palabra, y su sucesora patraña, para los inventos y falsedades de todo calibre. Lo dicho, entonces: muchas veces, al hablar, ignoramos que detrás de un grueso error puede haber una enorme guinda, que un empecinado apenas si mueve los pies, que estar sobre ascuas puede ser una experiencia traumática, que un adefesio empezó rechazando una guía espiritual, que un brulote puede ser un infierno de fuego en el agua y que una patraña nació como una reacción para olvidar el anonimato y ser un héroe, al menos por una noche. Pero, claro, usted dirá que lo principal es que el otro entienda. Y tiene razón. (*) Director Periodístico de la revista EL PUBLICITARIO.