Publicidad > Adlatina | Entrega N° 36
Redacción Adlatina |
Se apresuraron los certámenes que habitualmente se encargan de distinguir lo más destacado del año, quizá por haberlo decidido con anticipación o por pensar demasiado linealmente, dirían McLuhan y De Bono: la revelación en el ámbito de los medios en 2001 no fue un canal de televisión, tampoco un diario, una revista o una radio en particular, sino el cacerolazo que entró en circulación recién en la segunda quincena de diciembre y que hizo caer presidentes, ministros y asesores oficiales con prontuario en vez de curriculum. .
En efecto, ningún otro fue tan efectivo, ni expresó mejor el estado de ánimo de la clase media argentina, esa mayoría silenciosa que sufre la presión de impuestos abusivos de los que no puede escapar, y que no se identifica con manifestaciones masivas, ni con cortes de calles o de rutas, ni con huelgas; ninguno tuvo mejor prensa, no sólo en el país sino también en el exterior. El término “cacerolazo” se convirtió rápidamente en uno de los más populares en idioma español, junto con otro al que habrá que añadir una nueva acepción, “corralito”.
Debajo de un primer plano de cacerolas que cubría media página, El País de Madrid escribió los primeros días de enero: “Cacerolas, potes, platos, bandejas, hasta botellas de plástico eran las únicas armas de protesta. La convocatoria espontánea corrió como la pólvora. El aviso se difundió boca a boca…¡Todos a la casa de Cavallo!”. Los cacerolazos tuvieron que ser explicados también por los diarios y revistas de otros países, pese a que décadas atrás habían cobrado notoriedad mundial como prólogo de la caída del presidente chileno Salvador Allende.
“Cacerolazo” es un término masculino, pero a no engañarse, si acaso tiene sexo más allá de la gramática es femenino. Las ollas y las cucharas forman parte del arsenal de las mujeres desde hace siglos; que con ellas se mezclen hombres no cambia mucho las cosas. “La” cocina tampoco cambiará de género porque ahora los hombres también compitan en ese recinto hogareño, ni el ejército pasará de masculino a femenino debido a que algunas mujeres llegaron al generalato.
Todo nuevo medio inaugura un lenguaje. El flamante “cacerolio”, escribió Alicia Dujovne Ortiz en La Nación (“Por quién doblan las cacerolas”) está compuesto por “puros no”. Es muy limitado pero rotundo como pocos. Carece de matices; así y todo es más expresivo que el bombo de Tula y más afinado que algunos de conjuntos de música moderna. Más allá de lo estrictamente sonoro, el cacerolazo tiene otras cosas a favor: nació espontáneamente, no tiene color político y es en esencia pacífico, aunque a menudo termine con violencia debido a los desconocidos de siempre.
Y sobre todo es gratuito, como los graffiti, aunque mucho más respetuoso con las paredes ajenas. Cacerolazos y graffitis son además mensajes con opinión, algo que no tienen los más convencionales afiches y carteles de la vía pública, que no pueden expresar más que publicidad. Los cacerolazos son mucho más que eso: son como solicitadas, o advertorials.
OTRAS FORMAS DE PROTESTA
El gerente de publicidad de un vespertino que quiso deslindar su responsabilidad ante un anuncio de protesta de un sindicato que llegó a última hora, cuando sus superiores ya se habían ido a casa, allá por la década del ‘50, inventó la volanta superior conocida aquí como “Solicitada” para diferenciar ese espacio publicitario conflictivo de los habituales, firmados por productos.
Fueron necesarios más de cuarenta años, y arduas gestiones de publicitarios ante los medios, para que los mensajes con opinión de las empresas y otras instituciones comenzaran tímidamente a abandonar la advertencia inicial y también su redacción elemental, dictada por directores y abogados, para convertirse en advertorials, literalmente “editoriales publicitarios”, creados por profesionales de la comunicación con la ayuda de las modernas técnicas de persuasión.
Entre la solicitada y el cacerolazo habría que ubicar al “escrache”, forma igualmente bullanguera y también gratuita de poner en evidencia a personas e instituciones involucradas en un hecho criticable. El escrache es un mensaje callejero pero selectivo, se consuma frente a un domicilio en particular, y en este sentido puede ser visto como el marketing directo de la protesta. Es además el medio ideal para los que no pueden pagar un anuncio y una real plaga para los nostálgicos que siguen pensando que las calles y avenidas fueron hechas para facilitar la circulación de las personas, a pie o en auto, y no para que duerman noche y día los vehículos y hagan un asado los protestantes, por más razón que tengan.
El escrache, romo recurso, tuvo una imprevista consagración el año pasado, cuando una intensa campaña publicitaria de las entidades vinculadas con la industria del tabaco usó el término, y la técnica, para poner en evidencia a los quioscos acusados de vender cigarrillos de contrabando que se “escrachaban” más abajo.
El cacerolazo podría tener el mismo destino, porque desde un punto de vista comunicacional su mayor atractivo no radica en la acción concreta y específica de salir a la calle batiendo cacerolas y cucharas, sino en la más amplia cobertura que le aseguran los noticieros televisivos y las notas eminentemente fotográficas de los periódicos. Tampoco sería bueno que con los más eximios ejecutantes de cacerolas se mezclaran otros portando grandes carteles de publicidad, pese a que en ese ambiente culinario no desentonarían del todo los “hombres sandwich”.
El poco probable aprovechamiento publicitario del cacerolazo no constituye su único riesgo. Ya estamos viendo como han aprendido a usarlo los violentos, que desvirtúan el cometido y el origen pacífico del recurso. Otro peligro en ciernes es que se abuse de él y deje de ser una expresión de protesta recomendable solamente para casos de emergencia colectiva. Sería una lástima que se lo prostituyera al punto de ser usado para pavadas como convocar a Plaza de Mayo, o a Cabildo y Lacroze, para protestar porque los cocineros de la televisión siguen inventando recetas que los consumidores argentinos, presos del “corralito”, ya no pueden costear, o para oponerse a la transferencia del pibe D’Alessandro al poderoso calcio italiano.